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lunes, 13 de julio de 2015

La coral y el producto interior bruto

Hace tan sólo unas semanas asistí en mi ciudad natal, Badalona, a un concierto interpretado por una coral de algo más de un centenar de personas mayores acompañadas por algunos músicos aficionados y dirigidas por profesores de música voluntarios. El concierto se celebró en una parroquia de la localidad y fue un verdadero éxito. Habría en la parroquia más de cuatrocientas espectadores que, sumadas al centenar largo entre cantantes y músicos, sumaban más de quinientas almas disfrutando de casi dos horas de música entre aquellas antiguas paredes.

Asistí acompañado de mi esposa, de mi padre, de mi hermano y de su mujer, de una de mis primas, de algunos de mis sobrinos,. Vamos: una amplia representación de mi familia que acudimos en masa a escuchar a la coral en la que cantaba mi madre, una de las muchas entusiastas cantantes amateurs que componían el grupo.  Allí coincidí también aquella noche con algunos amigos de la infancia, personas que no veía desde hacía mucho tiempo y con otros conocidos.

Debo reconocer que me sorprendió la calidad del concierto, con algunas piezas de ópera, de zarzuela española y de canción popular. Muchas, piezas conocidas desde que era niño, y que me trasladaban flotando a otros lugares a otros tiempos. Fue una velada entrañable y mágica para todos los allí presentes, familiares, amigos, vecinos y, sobre todo para los músicos y para los esforzados cantantes, que habian dedicado muchísimas horas de su tiempo a ensayar para hacer posible aquel gran momento de felicidad para más de quinientas almas reunidas en una antigua iglesia.

Yo me sentía feliz, y la felicidad que me proporcionó aquel concierto me acompañó durante días. Y, me consta que no fuí el único que se había sentido feliz. Me atrevería a decir que las más de quinientas personas que compartimos aquellas horas  salimos de la iglesia aquella noche henchidas de gozo, habiendo compartido cultura en forma de música popular, sintiéndonos mejores personas y sintiéndonos parte de una comunidad. Los cantantes porque daban rienda suelta a su aficción delante de sus vecinos y amigos, los músicos porque colaboraban en hacer posible aquella velada y el público porque los arropábamos a todos ellos y porque disfrutábamos con su arte.

Pero mi mente de economista iconoclasta no descansaba ni en esos momentos de felicidad y, uno de los canales libres de mi cerebro se encargó de recordarme que  el acto al que asistía no computaba para el producto interior bruto (PIB) de mi país y, por lo tanto, desde el paradigma clásico de la economía, no estaba añadiendo nada a la riqueza nacional. Claro, era un concierto gratuito, nadie pagaba entrada, luego no había consumo. Los cantantes y músicos eran aficionados y por tanto no cobraban por su actuación,  no percibían ingresos,  y la parroquia había cedido la utilización de la iglesia gratuitamente, luego tampoco había consumo en términos de alquileres.

De manera simplificada, para que el producto interior bruto de un país se vea afectado en positivo, tiene que incfrementarse o el consumo, o la inversión, o el gasto público, o mostrar un mejor comportamiento las exportaciones que las importanciones.  Nada de aquello había ocurrido durante el concierto de la coral y, sin embargo, la felicidad que me produjo aquel acto fue seguramente mucho mayor y duradera que el placer que me pudiera haber producido el comprarme un nuevo smartphone o el acudir a cenar a un restaurante de lujo. Tal vez eso ocurra porque confundir felicidad con placer es un error de dimensiones incalculables e intrínsecamente ligado al consumismo.  Sin embargo, si me hubiera comprado un nuevo smartphone o hubiera acudido a cenar a un restaurante, con independencia del lujo del mismo, eso sí hubiera afectado en positivo al producto interior bruto.

¿Podemos valorar en dinero la felicidad directa que produjo aquel concierto de voluntarios entre las quinientas almas que se juntaron en aquella iglesia? ¿Podemos medir en dinero la felicidad que esas quinientas personas transmitieron durante días a sus seres queridos al sentirse ellos a su vez felices?

Es bueno medir el PIB pero lógicamente eso no quiere decir que debamos santificarlo como la medida por antonomasia de los objetivos que debe asumir una sociedad.  Los economistas necesitamos desesperadamente entender que la economía debe estar al servicio de la felicidad de las comunidades,  respetando las diferencias de valor en las aportaciones de sus miembros. Necesitamos defender que lo que está en juego es la felicidad de las gentes y no que tengamos más o menos cosas, muchas de ellas cosas que no necesitamos y que nunca llegamos a disfrutar.

Tal vez si hubiéramos sabido medir la felicidad, el termometro de felicidad de aquel maravilloso concierto, hecho por aficionados y por voluntarios, se hubiera disparado hasta niveles insospechados. Tal vez si supiéramos medir la felicidad y prestáramos importancia a esas medidas, las decisiones de los consumidores, de los individuos en general, de las empresas y de los gobiernos, serían distintas y habrían cosas que ocurren hoy que no pasarían nunca.

Tal vez, sólo tal vez, algún día eso será posible.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

No quiero vivir en un mundo así (primeras páginas del prefacio de mi próxima novela)

No quiero vivir en un mundo así. Ayer me desperté con la noticia de que habían puesto un nuevo radar. No podía creérmelo. Esta vez a tan solo 200 metros de mi casa, en un lugar insólito, una calle que da a un camino forestal. Casualmente el radar esta orientado hacia la ligera bajada que hace la calle con una velocidad máxima permitida en la zona de 30 km / hora. Es muy difícil llevar una velocidad inapropiada en ese lugar. La calle no es muy amplia y se puede aparcar en ella, además, antes de llegar al radar hay unas bandas rugosas. Se puede pasar por esa zona a 40 o 50 km por hora, como máximo pero difícilmente a mayor velocidad. En 20 años que llevo viviendo en el barrio, no ha habido un solo accidente y, desde luego, no lo ha habido jamás en el lugar en el que se ha instalado el radar salvo una vez hace años en que una motocicleta atropelló a un gato.

En cualquier caso, vivimos una evolución imparable. Hace un tiempo, algún probo funcionario, provisto de no se sabe qué informes técnicos, dictaminó que, para mayor seguridad de la ciudadanía, en esa calle debían fijar una velocidad máxima de  30 km / h. Tiempo después y, aprovechando las posibilidades que ofrece la tecnología, algún político municipal, supuestamente investido por la delegación del ciudadano a través del voto, ha decidido que el tráfico en esa zona incorpora tantos riesgos para los vecinos que había que instalar un radar de velocidad. Estamos ante una decisión difícilmente apelable e indirectamente democrática. ¡Cómo vamos a cuestionarla!

O, ¿será el motivo real de la instalación del radar otro muy distinto?

miércoles, 19 de noviembre de 2014

No hay nada más "de izquierdas" que ser liberal (III: La falsa legitimidad)

Pensemos ahora sobre la capacidad legislativa de los Estados. Estos poseen el monopolio de la creación de leyes y el monopolio de la autoridad e incluso de la violencia para hacer que estas se cumplan para asegurar la protección del ciudadano y la estabilidad de la sociedad. Puesto que hablamos de Estados democráticos, tenemos que estar tranquilos porque la legislación está redactada por los representantes del pueblo y por tanto, siempre estará orientada a conseguir el bienestar del ciudadano.  ¡Falso!

1      Cuando un Estado es pequeño, de un tamaño razonable, se ocupa de cubrir sólo aquello que es difícil que sea cubierto por el sector privado y está regido por un sistema verdaderamente democrático, con elecciones no dominadas por maquinarias de partido, cercanas al ciudadano y muy centradas en el perfil de la persona que se presenta a una elección. Un Estado donde los cargos políticos no se eternizan en su función y observan la misma como un servicio público transitorio y no como un "modus vivendi". En una sociedad con educación elevada y capacidad crítica y con un marketing político regulado y limitado, es muy posible que buena parte de la legislación sea verdaderamente positiva para la ciudadanía y sino es así la propia presión popular y el ciclo democrático forzarán su modificación.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

No hay nada más "de izquierdas" que ser liberal (II: El expolio económico)

Reflexionemos hoy sobre el peso de los Estados en la economía. En la mayor parte de países occidentales, el tamaño del sector público oscila entre un 35% y un 55% del PIB. Ello significa que, de la riqueza que generan las actividades públicas y privadas, los Estados se quedan con esos porcentajes para soportar su mantenimiento y sufragar los principales servicios públicos, para redistribuir recursos de forma que las desigualdades sociales disminuyan, se realicen inversiones públicas para incentivar el progreso y se cubran los programas de protección social. Determinados impuestos son progresivos (Renta) y supuestamente se aplican a los ciudadanos en función a sus ingresos, pero otros no lo son (IVA) y se aplican de manera indistinta sea cuál sea la renta que uno genere o el patrimonio del que disponga.


Por cierto, en un par de ocasiones en los últimos años, se me ocurrió hacer un cálculo aproximado de lo que pagábamos en mi unidad familiar en concepto de todo tipo de impuestos, arbitrios, cargas sociales y tasas. Diligentemente construí una tabla de excel e introduje los datos de impuestos sobre la renta, pagos a la seguridad social, tanto los descontados en nómina como aquellos que son por cuenta de la empresa, añadí los impuestos y tasas municipales así como los impuestos especiales. Añadí también, no sin cierto esfuerzo, una estimación bastante aproximada de los pagos por IVA de todo el consumo que anualmente realizábamos. Finalmente sumé el resultante y lo comparé con los ingresos brutos totales (incluyendo los costes de la seguridad social satisfechos por la empresa como si eso también fuera un ingreso). Les aseguró que todavía no me he recuperado del impacto. 



miércoles, 22 de octubre de 2014

No hay nada más "de izquierdas" que ser liberal (I: El secuestro de la ciudadanía)

Estoy seguro de que a muchos de mis amigos y conocidos les molestará este titular pero les aseguro que no es un titular baladí ni un brindis al sol. Es una frase profundamente reflexionada y que se basa en la observación de lo que pasa a nuestro alrededor y en notables evidencias económicas e históricas.

Desde joven me he considerado "de izquierdas" aunque nunca he tenido afinidad clara por partido político alguno. Aunque podría decantarme por una definición académica de lo que significa ser de izquierdas o, expresión que ha pasado a ser sinónimo de esta en los últimos tiempos, "ser progresista", prefiero desgranar aquí mi propia definición que estoy seguro que harán suya muchos de mis lectores.

Ser de izquierdas significa luchar por un mundo mejor, más justo, más democrático y dinámico, con más altos niveles de educación y de progreso humano sostenible, con mayores oportunidades para todos y con más igualdad en el acceso a esas oportunidades. Un mundo en el que el bienestar del ciudadano entendido en el sentido más amplio del término sea el eje de la actuación de todos los actores sociales. Ser de izquierdas significa vivir en un mundo en el que la desigualdad entre sus diferentes estratos sociales sea limitada y en el que la desigualdad que pueda existir esté motivada básicamente por los mayores méritos de unos frente a otros. Un mundo en el que aquellos que tengan problemas serios gocen de una adecuada protección social.

martes, 29 de julio de 2014

Economistas (una lectura para no economistas)

Seguro que muchos de ustedes se desternillarán cuando lean la frase que acuñó un famoso economista, John K. Galbraith y que, debo reconecer que lleva parte de verdad: "La economía es muy útil para dar trabajo a los economistas".

No estoy muy seguro de qué hay de cierto en esa frase. Yo también soy economista aunque me he dedicado prácticamente siempre a la economía de la empresa, lo que es un tanto distinto a dedicarse a la economía general y seguro que no es muy comparable. Pero cuando leo a mis colegas, a los que se dedican a las "cosas serias", a la economía "en mayúsculas" tengo una cierta tendencia a aliarme con la frase de Galbraith.

Recientemente he estado revisando alguna bibliografía del famosísimo Arthur Laffer, el creador de la llamada "curva de Laffer". Las tesis de Laffer se pueden resumir de forma sencilla: un estado puede subir el porcentaje de impuestos pero ello no necesariamente provocará la subida de la recaudación pública. Efectivamente, las subidas impositivas generan mayor recaudación pero, si esas subidas continúan, llegará un momento en que un punto porcentual adicional de subida generará una subida de recaudación en términos absolutos inferior a ese punto, e incluso llegará otro momento en que un punto adicional de subida, generará incluso una disminución de la recaudación.

Cuando uno analiza ese hecho se dice: normal, cualquier subida de impuestos desincentiva la actividad económica y puede haber agentes económicos que decidan disminuir la actividad porque cualquier esfuerzo adicional no les compensa en términos de retorno neto después de impuestos.

Laffer, a quién podemos englobar entre los economistas liberales (ojo, no he hablado para nada de neoliberales) aboga por un sistema impositivo en que el porcentaje de recaudación máximo se fije en términos de optimización de la actividad. Es decir, el porcentaje óptimo de carga fiscal es aquél que permite que la actividad siga creciendo y en qué un punto adicional de carga fiscal genere un punto más en la recaudación. Ello implica en la práctica impuestos limitados.


martes, 22 de abril de 2014

La Pereza Empresarial


Definiremos pereza como la “negligencia, tedio o descuido en las cosas a que estamos obligados”, o también como la “flojedad, descuido o tardanza en las acciones o movimientos”.

La pereza empresarial a la que podríamos definir como la escasa proactividad de movimientos ante lo que ocurre a mi alrededor o también y, tanto o más preocupante, como la paralización en la toma de decisiones ante situaciones evidentes porque, simplemente, se alejan de la costumbre y “siempre lo hemos hecho así y nos ha ido bien”, es un pecado empresarial letal.  La pereza va en contra de la definición de una empresa basada en valores puesto que esta lleva la sostenibilidad en su ADN y la sostenibilidad está íntimamente ligada a la adaptabilidad. Una empresa de base ética es sostenible y adaptable a la realidad cambiante porque tiene una deber de continuidad para con sus stakeholders y ello implica moverse rápido para estar siempre a la cabeza y no a la cola de la evolución de la sociedad.

Como no, la pereza suele estar relacionada con otros pecados capitales, porque difícilmente estos se presentan de forma aislada. Así, toma formas tales como la obstrucción, por parte de los poderes fácticos de la compañía, de movimientos de modernización de los sistemas de gestión o de cambios en puestos de relevancia, la paralización de iniciativas para conseguir una empresa más sencilla y con organigramas y dependencias más claros y simples, la falta de interés en nuevas líneas de investigación de producto o en formas alternativas de comercialización, etc.

Por desgracia también la pereza empresarial crea cultura y no es algo tan simple como algunas decisiones que se retardan sine die o que no se llegan ni a plantear, el problema es que el inmovilismo que genera ese mortal pecado, va calando en la organización y, a la vista de que la cúpula “nunca mueve ficha” y se dedica a hacer más de lo mismo sin, aparentemente medir las consecuencias de una realidad cambiante, el resto de la organización se apunta al mismo deporte y trabajan sin entusiasmo ni creatividad sabiendo que cualquier iniciativa que se salga de la liturgia corporativa tiene un elevado riesgo, no solo de no salir adelante, sino incluso de ser mal vista.


lunes, 21 de abril de 2014

La Lujuria Empresarial


Se define a la lujuria según el diccionario de la Real Academia Española (RAE), como el  “vicio consistente en el uso ilícito o en el apetito desordenado de los deleites carnales” o también, en una apreciación más genérica como “el exceso o demasía en algunas cosas”.

La lujuria empresarial, que podríamos calificar como un exceso de inversión o gasto en actividades y bienes superfluos en relación con el aporte verdadero de valor al cliente, o claramente prescindibles para el desarrollo de una actividad equilibrada, es uno de los principales síntomas de deterioro empresarial e iría totalmente en contra de la definición de empresa basada en valores o Empresa 3.0 en la que afirmamos que  esta no consume, en ningún ámbito, más recursos de los que genera o, también, que busca un progreso que equilibre el crecimiento con la distribución de la riqueza.

Habitualmente la lujuria empresarial es una consecuencia de otros pecados que se presentan previamente tales como la soberbia a la que suele ir íntimamente ligada. En ocasiones esa lujuria se produce por una pérdida de perspectiva de la realidad o por sobreestimar las propias capacidades. Ello lleva a querer declarar ante el mundo el teórico poderío de nuestra compañía y para ello algunos no encuentran nada mejor que invertir los flujos de caja que tanto cuesta ganar, a veces incluso flujos de caja que tienen un cierto componente atípico y que no necesariamente son recurrentes, en esa nueva sede social en la mejor zona de la ciudad con el logo bien visible en la azotea o en esas pantagruélicas comidas de directivos con atónitos clientes que se preguntan sino será a través de la política de precios como se pagan esas abultadas facturas.

Pero lo peor de la lujuria en la vida de una empresa no es que se puedan dar algunas decisiones de gasto o de inversión discutibles lo cuál siempre se puede reconducir. Lo verdaderamente preocupante es que la lujuria, como todo comportamiento que emana de las alturas, crea cultura y, sin darnos cuenta, se pueden ir produciendo en todo el tejido de la compañía pequeños comportamientos lujuriosos que pueden socavar la necesaria austeridad en la gestión de costes y, sobre todo, el sentido de justicia entre los colaboradores y entre estos y los clientes.



martes, 15 de abril de 2014

La Ira Empresarial


Definimos ira como “pasión del alma, que causa indignación y enojo”, De una forma más específica también se habla de  “apetito o deseo de venganza” o, si observamos a la naturaleza, “furia o violencia de los elementos”. Desde una perspectiva más relacionada con la acción la describiríamos como la “repetición de actos de saña, encono o venganza”.

En el entorno empresarial podríamos definir la ira como la ceguera visceral transitoria o permanente de la dirección provocada por acciones realizadas por parte de determinados stakeholders y que son consideradas como afrentas. La ira empresarial se refleja en muy diversas situaciones como son las reacciones sectarias que se producen cuando “uno de los nuestros” abandona la compañía en busca de otros horizontes o los comentarios incómodos y defensivos que se intercambia la dirección cuando se recibe la queja de un cliente importante, o las reacciones airadas ante un proveedor que solo nos reclama que respetemos los acuerdos contractuales y que no nos los saltemos sin comunicar ni negociar, etc., etc.

Al igual que ocurre con el ser humano, la ira impide que la empresa vea las situaciones con realismo, de ahí que la definamos como ceguera visceral porque nos bloquea y no nos permite analizar con realismo y sosiego el porqué determinada persona abandona la compañía o porqué recibimos esa queja de un cliente o porqué un proveedor nos recuerda la necesidad de cumplir nuestros compromisos contractuales.

La ira va contra la definición de empresa basada en valores o Empresa 3.0 la cuál está profundamente comprometida con un desarrollo armónico del planeta y de la humanidad y actua desde una plena libertad, especialmente en la forma en que interactúa con los demas operadores del mercado, la cuál se define como transparente, ética y responsable. Esa manera transparente, ética y responsable de interactuar con proveedores, clientes, stakeholders internos y cualquier otro operador, es totalmente inconsistente con los comportamiento sectarios que provoca la ira.

En el caso concreto de la ira me cuesta afirma si la ira crea cultura o es la cultura la que crea ira pero me abstendré de jugar a adivinar qué es primero, si la gallina o los huevos, y sí afirmaré que los comportamientos empresariales iracundos son un reflejo inequívoco de sectarismo empresarial, un grave defecto cultural en cualquier organización.

Si bien el que las organizaciones tengan una cultura fuerte y consolidada siempre es algo bienvenido, el hecho de que esa cultura fuerte pueda desembocar en una vision endogámica y egocéntrica de la realidad puede acabar provocando comportamientos excluyentes y que aislen a la compañía del necesario entendimiento con los stakeholders. Las demostraciones de ira empresarial por personas relevantes en una organización pueden dar pie a comportamientos similares por el resto de la firma provocando ceguera a la hora de tomar decisiones que pueden acabar presentando un componente sectario que, de repetirse con asiduidad, debilite de forma letal a la empresa ante el mercado y ante los grupos de interés que la apoyan.