martes, 11 de diciembre de 2012

Walk the Talk


Entre los múltiples problemas que aquejan a nuestra sociedad actual, uno destacado es el de la escasa fiabilidad de la palabra dada. Lejos quedan las épocas, si es que alguna vez existieron, en que el honor y la palabra dada tenían un valor incuestionable y en que poca gente desconfiaba de afirmaciones o promesas manifestadas por parte de ciertas capas de la sociedad de supuesta honorabilidad y solvencia moral.

Es tal la degradación moral de nuestro mundo, tan poca la confianza que nos merecen nuestros congéneres -logicamente con excepciones- que la palabra pronunciada por demasiada gente es interpretada como un mero ejercicio de marketing, como un deseo de quien la enuncia de vender algo o a alguien o de conseguir una reacción determinada por parte del que la escucha. La palabra ha dejado de representar valores o posiciones morales y se ha transformado en un arma ofensiva, para aquél que quiere conseguir algo a través de ella, o defensiva, para quién pretende impedir que algo supuestamente negativo le pase a esa persona o a los de su círculo.

¿Quién de ustedes no ha pensado en infinidad de ocasiones en una conversación de cualquier tipo con cualquier persona cosas como: “a ver qué gol me quiere meter este” o, en otro tipo de situaciones, “este solo pretende cubrirse el culo”?

Esa sensación de la pérdida de valor, de la futilidad de la palabra, alcanza su paroxismo cuando analizamos el uso de la misma por parte de la clase política. Nuestros representantes, personas que deberían dar ejemplo. No se si quieren que les aburra con ejemplos porque les aseguro que darían para un libro entero pero solo respóndanse a un par de preguntas: cuándo un político afirma que hará o dejará de hacer algo, ¿le creen ustedes o arrugan la nariz?. Cuando llega a sus manos un programa electoral y se molestan ustedes en leerlo, ¿sonríen con sorna o, dado que son afirmaciones estudiadas por parte de un grupo político serio, tienen tendencia a darle credibilidad?

Y, si nos ponemos a hablar del uso de la palabra de una forma más detallada, el tema daría probablemente para un segundo libro. ¿O acaso no les vienen a la cabeza los múltiples eufemismos utilizados por los políticos y por muchas otras personas públicas para evitar llamar a las cosas por su nombre? Hoy en día a una situación de quiebra se la llama “desequilibrio financiero”, a un delito se le define como “irregularidad”, a un despido masivo como “ajuste de estructura” o también como “proceso de optimización de recursos”, etc., etc. No sigo porque les aseguro que me animo y empezaría a elaborar una larga lista.

Si seguimos con la falta de credibilidad de la palabra de los políticos, estamos ante uno de los problemas fundamentales de nuestra democracia. La palabra del político, expresada en un programa electoral y luego matizada en declaraciones públicas o privadas, es algo extremadamente serio, es un contrato social entre el ciudadano, quien ejerce su voto en base a dicho contrato, y aquellos que lo representan y que, no lo olviden, solo se deben al primero. Cuando la poca solvencia, calidad y realismo de los programas electorales lleva al incumplimiento sistemático de los mismos, no nos encontramos ante una broma de mal gusto ni ante una trivialidad, nos encontramos ante una burla en toda regla al sistema democrático y a los ciudadanos. Existe una conocida frase que dice que gobernar es el arte de decir “no” y puedo entenderla siempre y cuando se salvaguarden los elementos fundamentales del contrato con los ciudadanos. No se puede utilizar esa frase para defender lo indefendible o para justificar lo injustificable.

Existe una magnífica expresión en inglés que siempre me ha gustado de una forma muy especial. Se trata de la expresión “Walk the Talk” que, traducida de una manera un tanto pedrestre podría transformarse en “camina aquello que dices” o de una forma más refinada y explícita “transforma en hechos lo que sueles defender con palabras”. Podríamos decir que lo contrario al “Walk the Talk”  es una conducta hipócrita.

Por regla general -insisto en que siempre encontraremos excepciones-, nuestros políticos no practican el “Walk the Talk”. Si lo practicaran se pensarían mucho más detenidamente qué promesas lanzan en sus programas electorales y que afirmaciones van soltando a diestro y siniestro.

Si nuestra política estuviera basada en el “Walk the Talk” ya hace mucho que hubiéramos sustituido un sistema electoral escasamente representativo con diferencias excesivas en lo que cuesta, en términos de votos, la adquisición de un escaño en cada circunscripción y con listas cerradas que limitan el acceso de los mejores ciudadanos a la política.

Si los ciudadanos exigiéramos el “Walk the Talk” no estariamos como estamos hoy porque tendríamos un sistema más propocional que el actual, con listas abiertas en lugar de cerradas (lo que equivale a opacas para el ciudadano en cuanto a los criterios de selección de los que ocupan una lista). Si los políticos practicaran el “Walk the Talk” con listas abiertas, estarían obligados a dar cuentas, cada año o dos años, a los ciudadanos que les han elegido para cada uno de los puntos fundamentales del programa que les aupó al poder. Deberían presentar un informe con indicadores y datos que avalen los avances en el contrato social o las dificultades en su cumplimiento explicando en detalle como se van a solventar. Y todo ello siempre con una premisa, la estabilidad financiera de lo público a medio plazo. El déficit puede existir como algo transitorio pero no como algo estructural. Y desde luego, si el político no está cumpliendo con su programa o no hay razones de peso para ello, habrá que prescindir de su figura sin esperar a las próximas elecciones.

Imagínense el cuidado que pondría la clase política antes de hablar, antes de escribir promesas y planteamientos sin un análisis detallado. Imagínense la diferente calidad de los programas políticos ya desde el inicio, si exigiéramos el “Walk the Talk” y, para ello, para construir mensajes más sólidos y sostenibles y, dado que estaríamos en un sistema de listas abiertas, los partidos deberían atraer a los “mejores” de verdad a gente capaz y moralmente irreprochable. Seguramente habría que pagar algo más a esa nueva clase política pero díganme, ¿qué prefieren 1.000 políticos que no cobren demasiado y que arruinen a nuestra sociedad o 200 políticos que cobren tres veces más que los anteriores pero que sean moral y técnicamente solventes, que rindan cuentas con mayor periodicidad ante la ciudadanía y no tan solo cuando toca ir a votar y que planteen y ejecuten políticas sostenibles?

Ya saben, los políticos tienen el deber de “Walk the Talk” y, si no lo hacen, los ciudadanos tenemos el derecho a exigirlo. Una nueva clase política tan solo será posible cuando los ciudadanos se den cuenta de su gran responsabilidad y actúen desde la sociedad, no solo desde las urnas, para generar un cambio.