miércoles, 3 de diciembre de 2014

No quiero vivir en un mundo así (primeras páginas del prefacio de mi próxima novela)

No quiero vivir en un mundo así. Ayer me desperté con la noticia de que habían puesto un nuevo radar. No podía creérmelo. Esta vez a tan solo 200 metros de mi casa, en un lugar insólito, una calle que da a un camino forestal. Casualmente el radar esta orientado hacia la ligera bajada que hace la calle con una velocidad máxima permitida en la zona de 30 km / hora. Es muy difícil llevar una velocidad inapropiada en ese lugar. La calle no es muy amplia y se puede aparcar en ella, además, antes de llegar al radar hay unas bandas rugosas. Se puede pasar por esa zona a 40 o 50 km por hora, como máximo pero difícilmente a mayor velocidad. En 20 años que llevo viviendo en el barrio, no ha habido un solo accidente y, desde luego, no lo ha habido jamás en el lugar en el que se ha instalado el radar salvo una vez hace años en que una motocicleta atropelló a un gato.

En cualquier caso, vivimos una evolución imparable. Hace un tiempo, algún probo funcionario, provisto de no se sabe qué informes técnicos, dictaminó que, para mayor seguridad de la ciudadanía, en esa calle debían fijar una velocidad máxima de  30 km / h. Tiempo después y, aprovechando las posibilidades que ofrece la tecnología, algún político municipal, supuestamente investido por la delegación del ciudadano a través del voto, ha decidido que el tráfico en esa zona incorpora tantos riesgos para los vecinos que había que instalar un radar de velocidad. Estamos ante una decisión difícilmente apelable e indirectamente democrática. ¡Cómo vamos a cuestionarla!

O, ¿será el motivo real de la instalación del radar otro muy distinto?


No quiero vivir en un mundo así. Cuando salgo de mi casa para ir al trabajo y me desplazo en coche me domina el stress y el miedo. En dos kilómetros a la redonda de mi domicilio encuentro hasta seis lugares en las que las silenciosas trampas tecnológicas esperan un pequeño despiste, un desliz, o simplemente que la velocidad a la que uno circula, exceda ligeramente aquella que un ejército de cargos públicos han decidido que es la más adecuada para la seguridad del ciudadano o para vaya usted a saber qué. 

Estoy perdiendo facultades, ya no conduzco con la soltura de antes, ni presento los reflejos adecuados porque estoy más ocupado en interpretar lo que me indican la multitud de señales y en estar atento a la ingente presencia de radares, controles y todo tipo de artilugios instalados para velar por nuestra "seguridad", que mi conducción se ha hecho torpe y peligrosa. Por otro lado, como la de la mayoría de conductores con los que me cruzo por las vía públicas, afectados por ese mismo virus del híper control que genera falta de reflejos y estupidez. Por favor, ¡dejen de preocuparse por mi seguridad! 

No quiero vivir en un mundo así. Luego veré en la televisión a algún cargo público que de manera ufana nos hablará del descenso en las muertes provocadas por accidentes de tráfico –hecho del que me congratulo- y utilizará cualquier estadística de manera torticera para justificar más y más controles, más y más miedo, peor conducción. Lo que no sabemos es si esa menor siniestralidad se debe solo a los múltiples controles o a la mejora en la seguridad activa y pasiva de los vehículos y a la mejora de las carreteras y de las infraestructuras viarias. Las estadísticas están siempre al servicio de quienes las interpretan oficialmente. Jamás sabremos la verdad. 

No quiero vivir en un mundo así. Porque si solo fueran los absurdos y sesgados controles de tráfico podría conllevarlo como una pequeña molestia de la sociedad moderna pero, el tema es mucho más serio. ¿Desde cuándo en los países occidentales una de las formas principales en las que se mide la aportación de los parlamentos a la sociedad es la llamada "producción legislativa"? Hay que reconocer que es paradójico que los representantes del pueblo midan su aportación por la cantidad de leyes y reglas que publican y no por la calidad de las mismas o por otros parámetros tales como el incremento de la calidad de vida, la disminución de las desigualdades o el nivel cultural o de felicidad de la población. 

Norma sobre norma, ley sobre ley, reglamento sobre reglamento. Lo del tráfico es un juego de niños comparado con lo difícil que es vivir en nuestra sociedad moderna. Es tal el maremágnum de reglas que se hace complejo cumplir con aquél principio de que "el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento". Eso sirve cuando las reglas son pocas, relevantes y con amplio consenso social pero no es de utilidad cuando la maraña de normas es enorme, indescifrable, poco importante y en muchos casos discutible.

No quiero vivir en un mundo así. Un mundo híper regulado empuja al ciudadano a actuar en función a las reglas dejando en segundo plano la moralidad o el porqué de los comportamientos. En un mundo racionalmente regulado, la moralidad y la responsabilidad del individuo juegan un papel relevante, crítico para la conformación de la vitalidad de la sociedad. En un mundo híper regulado, la moral decae, pierde importancia, porque lo único relevante es el cumplimiento de las normas. Es tal el peso de estas en la sociedad que un buen ciudadano acaba siendo aquél que cumple con las normas sin más, aunque luego sea capaz de cualquier felonía o atropello motivado por conductas reprobables o de dudosa ética mientras no contradigan norma alguna. 

No quiero vivir en un mundo así, en el que, además, la legitimidad de aquellos que dictan las normas está en cuestionamiento constante y que se basa en estructuras administrativas y políticas cuya principal finalidad es la de perpetuarse.  Si por lo menos las reglas fueran iguales para todos y la exigencia de las mismas a todos los ciudadanos y estamentos, fuera similar, una vez más podría estar dispuesto a transigir y lo interpretaría también como el precio de vivir en una sociedad moderna. Pero no es así, mientras que las indefensas clases menos favorecidas y las clases medias viven sojuzgados por ese “gran hermano” que todo lo sabe y todo lo ve y que reclama el derecho a todo saberlo y todo verlo como si por el solo hecho de ser “lo público” tuviera una bondad divina que le diera el don de la infalibilidad, las clases altas y los grandes poderes internacionales siguen encontrando todos los resquicios del mundo para saltarse las reglas cuando les da la gana.

No quiero vivir en un mundo así. No me gusta que sea o pueda ser de dominio público que haya enviado una pequeña transferencia a mi tía de Castellón o que me haya vendido una moto y que una maquinaria impersonal tenga una lupa tecnológica sobre cualquiera de esos hechos para sancionarme si he incumplido alguna de las múltiples normas que no soy capaz de memorizar y mucho menos, de imaginar. Mientras todo eso pasa y las reglas caen sin piedad sobre el desprotegido ciudadano, los grandes poderes internacionales no saben, no quieren o no pueden, imponer las reglas de juego acordadas hace mucho tiempo y que deberían capacitarles para que alguna potencia cuyo nombre no mencionaré dejara de masacrar impunemente a una población indefensa. Eso es lo que pasa cuando nos llenamos la boca con declaraciones, reglas, normas y edictos, que nos olvidamos de lo que es moralmente correcto y del papel supremo del ciudadano por encima del de la maquinaria social.

No quiero vivir en un mundo así. Mientras usted lee estas líneas, algún algoritmo supuestamente “inteligente” estará analizándolas para aportar información a la base de datos de alguna gran corporación global que me tendrá convenientemente fichado por las cosas que yo digo o que los demás dicen de mí, sean ciertas o no, en el ciberespacio. Querrán saber lo que pienso, querrán anticiparse a lo que pueda hacer o, simplemente querrán saber lo que me puede interesar comprar para inducirme a ello con maestría digital y transformar así en dinero el conocimiento que de mi tienen.

Casi es imposible que las fotos de aquél viaje que tanto me gustó, no acaben en una de las sempiternas redes sociales, colgadas por algún miembro de mi familia o por mí mismo en algún momento de sentimentalismo socializante. Casi es imposible que miríadas de conocidos o de desconocidos no visualicen o puedan utilizar esas imágenes para todo, para nada o para no se sabe qué. Casi es imposible que algún otro de los algoritmos inteligentes que pueblan el mundo del ciberespacio no intente deducir de esas fotografías, del tipo de viaje, de los lugares en los que estuve y de los escenarios que aparecen en las imágenes, cuáles pueden ser mis parámetros de conducta o de consumo para poder venderlos al mejor postor, público o privado. No quiero vivir en un mundo así. 

No quiero vivir en un mundo así, atrapado entre la pinza que forman en un lado las grandes corporaciones de muy diversos sectores quienes creen saber todo sobre mí al amparo de la tecnología, que intentan esquilmarme hasta el último céntimo pero que me tratan como basura cuando intento ejercer algún derecho ante su ingente poder cuando considero que ellos sí se han saltado alguna regla que posteriormente su ejército de normas internas, burocracia y leguleyos, se afanan en tapar y justificar, dejándome en la realidad desprotegido porque las normas no son iguales para todos, y en el otro lado de la pinza el “gran hermano público” que al amparo de su supuesta legitimidad democrática y de su papel de protector del ciudadano, se excede en su papel normativo y fiscalizador interfiriendo en la vida del individuo y condenándole al adocenamiento y al borreguismo para poder perpetuar su propia vida como institución. 

No quiero vivir en un mundo así pero no se muy bien qué alternativas tengo. Antaño podría haber emigrado a algún lugar recóndito del planeta pero hoy en día la tecnología es tan poderosa que llega hasta el último de los rincones con su ojo digital que todo lo sabe y todo lo ve. Existe una solución más drástica, la desaparición final, aunque me parece una salida estúpida más propia de un romanticismo trasnochado y muy poco práctica porque, a pesar de los pesares, hay muchas otras cosas, como la belleza, el amor o el buen vino, por las que vale la pena vivir, por tanto también debería descartarla. Otra solución sería apoyar un movimiento de verdadera regeneración moral del mundo, apostando por la primacía de la moralidad del individuo, una regulación mínima pero relevante y verdaderamente efectiva con estados mucho más ligeros y proactivos basados en una democracia profunda y no castrada como los actuales, y con una dilución del tamaño y de los poderes de las grandes corporaciones apostando por una desconcentración del capital. Sin embargo esa solución se convertiría en una desigual lucha de titanes de movimientos dispersos de ciudadanos ante los dos grandes poderes del momento: el “big corp” y el “big state”. Difícil salir victorioso.

No quiero vivir en un mundo así pero tal vez la única solución viable es la última que me planteo. Tal vez deba dejar de preocuparme y dejarme llevar por la corriente, aceptar de buen grado las nuevas normas que seguirán viniendo comportándome como un buen ciudadano y agradeciendo que el estado siga cuidando de mí, dejar que la maraña de normas me siga atontando mientras dejo que los grandes grupos empresariales me sigan zarandeando como a una marioneta, que utilicen toda la información de que disponen para que gaste hasta la última moneda y pueda así contribuir al crecimiento económico general que acaba redundando en el beneficio de los de siempre sin considerar nada más. 

Y convertirme sin rebelarme en lo que ya prácticamente soy, un objeto al servicio silencioso de esas dos patas de la pinza monstruosa que todo lo engulle y todo lo puede. Tal vez sea lo mejor, tal vez sea más feliz, tal vez deba dejar ya de leer, de tener ese pensamiento crítico que se aleja de las corrientes dominantes, como ya han hecho la inmensa mayoría de mis conciudadanos. 

Probablemente sea lo mejor para mí pero dudo que sea lo mejor para mis hijos, para mis nietos y en general para las generaciones venideras. Pero, ¿qué importa, no? No quiero vivir en un mundo así pero eso ya lo solucionarán otros.

No hay comentarios: