Desde
el año 2004 se empezaban a oír voces en algunos países que
alertaban del sobrecalentamiento del mercado inmobiliario. A pesar de
las advertencias realizadas tanto en foros académicos como en
determinados medios, el tema se fue complicando hasta que la burbuja
estalló. Primero en Estados Unidos y luego en varios países más,
entre ellos el Reino Unido y España.
No
entraremos en detalle en las causas de lo ocurrido porque ya se han
vertido ríos de tinta sobre el particular y seguro que han leído
ustedes un montón al respecto. Pero la cuestión no es esa.
Supongamos que, cuando se empezaban a visualizar los síntomas de
calentamiento, algún organismo regulador público teóricamente
independiente –sino hubiera estado como todos los intervinientes en
ese mercado, cegado por las expectativas de ganancia sin fin- hubiera
lanzado las campanas al vuelo, alertado sobre los peligros latentes y
hubiera planteado algún tipo de tasa sobre la construcción de
nuevas viviendas o de cupo de construcción en función a
determinados parámetros o cualquier otro instrumento de los clásicos
que se utiliza cuando se quiere regular un mercado, todo ello con el
fin de ralentizar la voracidad constructora y permitir que la demanda
digiriera de forma más tranquila el stock ya construido para evitar
que se produjera la hecatombe y se paralizara de forma repentina,
como así ocurrió, todo el sector. Yo les diré lo que hubiera
pasado.
En
primer lugar las asociaciones de promotores y constructores hubieran
puesto el grito en el cielo por la actitud intervencionista del
organismo de marras y por su nula comprensión del saludable estado
del sector y de las particularidades del mismo en el país de turno.
La banca se hubiera apuntado sin ninguna duda a la fiesta,
denunciando las maniobras desestabilizadoras de una de las
actividades económicas más importantes para la economía del país
y hubiera intercedido ante el gobierno para que atajaran cualquier
veleidad por parte de ese organismo competente pero descarriado,
advirtiendo de las graves consecuencias que sobre la actividad y el
empleo podrían tener medidas restrictivas del libre mercado. Ambos,
constructores y banqueros hubieran tejido un complot mediático por
el que la mayoría de medios de comunicación, sumados a la orgía,
cantarían las bondades del modelo inmobiliario y harían todo tipo
de lecturas interesadas de las cifras del sector para convencer al
patidifuso ciudadano de que no había mejor inversión que seguir
comprando inmuebles en cualquiera de las varias “tocholandias”
del mundo.
Además,
a toro pasado siempre es más fácil opinar. ¿Cuántos de ustedes se
hubieran atrevido, digamos en… 2004 o 2005, a defender con crudeza
la necesidad de crear instrumentos reguladores o desincentivadores
que frenaran la imparable fiebre constructora? ¿Cuántos no hubieran
criticado hace siete u ocho años un intento de maniobra reguladora
por parte del estado?
En
fin, que aunque se hubiera lanzado alguna maniobra tendiente a
regular algo más el mercado para evitar la burbuja, probablemente
hubiera sido desactivada con un motivo de difícil contestación si
nos ceñimos a los paradigmas de corte neoliberal. El Estado no puede
atentar contra la libertad de mercado y detener el progreso de una
actividad creadora de riqueza porque no es su función y porque no
tiene por qué conocer en detalle las particularidades de cada
sector. Y, hasta cierto punto, es cierto.
¿Cuál
es entonces la solución si los Estados tienen que guardar un
delicado equilibrio entre su papel regulador y su papel garante de la
libertad de mercado? ¿Cuál es la solución si periódicamente los
mercados, influidos por la parte materialista de la naturaleza humana
caen en trampas como las que hemos descrito? ¿Cuál es la solución
si el Estado no puede excederse en su celo regulador porque caeríamos
en el peligro de irnos al extremo opuesto e influir negativamente en
la libertad de los individuos y de los agentes económicos?
La
solución, creo que ya lo habrán adivinado ustedes, es la asunción
de su papel como transformador de la sociedad que deben ejercer los
diversos actores económicos y sociales empezando por los propios
consumidores y acabando por la aceptación consciente por parte de
las empresas de la necesidad de transformarse en Empresas 3.0 o de
base ética incorporando una serie de principios y mecanismos de
autoregulación que “sitúan al regulador dentro de casa” y
relativizan e incluso ponen en valor el papel regulador que debe
ejercer el Estado.
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