domingo, 17 de junio de 2012

De los reguladores y sus limitaciones. El ejemplo del sector inmobiliario


Desde el año 2004 se empezaban a oír voces en algunos países que alertaban del sobrecalentamiento del mercado inmobiliario. A pesar de las advertencias realizadas tanto en foros académicos como en determinados medios, el tema se fue complicando hasta que la burbuja estalló. Primero en Estados Unidos y luego en varios países más, entre ellos el Reino Unido y España.

No entraremos en detalle en las causas de lo ocurrido porque ya se han vertido ríos de tinta sobre el particular y seguro que han leído ustedes un montón al respecto. Pero la cuestión no es esa. Supongamos que, cuando se empezaban a visualizar los síntomas de calentamiento, algún organismo regulador público teóricamente independiente –sino hubiera estado como todos los intervinientes en ese mercado, cegado por las expectativas de ganancia sin fin- hubiera lanzado las campanas al vuelo, alertado sobre los peligros latentes y hubiera planteado algún tipo de tasa sobre la construcción de nuevas viviendas o de cupo de construcción en función a determinados parámetros o cualquier otro instrumento de los clásicos que se utiliza cuando se quiere regular un mercado, todo ello con el fin de ralentizar la voracidad constructora y permitir que la demanda digiriera de forma más tranquila el stock ya construido para evitar que se produjera la hecatombe y se paralizara de forma repentina, como así ocurrió, todo el sector. Yo les diré lo que hubiera pasado.

En primer lugar las asociaciones de promotores y constructores hubieran puesto el grito en el cielo por la actitud intervencionista del organismo de marras y por su nula comprensión del saludable estado del sector y de las particularidades del mismo en el país de turno. La banca se hubiera apuntado sin ninguna duda a la fiesta, denunciando las maniobras desestabilizadoras de una de las actividades económicas más importantes para la economía del país y hubiera intercedido ante el gobierno para que atajaran cualquier veleidad por parte de ese organismo competente pero descarriado, advirtiendo de las graves consecuencias que sobre la actividad y el empleo podrían tener medidas restrictivas del libre mercado. Ambos, constructores y banqueros hubieran tejido un complot mediático por el que la mayoría de medios de comunicación, sumados a la orgía, cantarían las bondades del modelo inmobiliario y harían todo tipo de lecturas interesadas de las cifras del sector para convencer al patidifuso ciudadano de que no había mejor inversión que seguir comprando inmuebles en cualquiera de las varias “tocholandias” del mundo.

Además, a toro pasado siempre es más fácil opinar. ¿Cuántos de ustedes se hubieran atrevido, digamos en… 2004 o 2005, a defender con crudeza la necesidad de crear instrumentos reguladores o desincentivadores que frenaran la imparable fiebre constructora? ¿Cuántos no hubieran criticado hace siete u ocho años un intento de maniobra reguladora por parte del estado?

En fin, que aunque se hubiera lanzado alguna maniobra tendiente a regular algo más el mercado para evitar la burbuja, probablemente hubiera sido desactivada con un motivo de difícil contestación si nos ceñimos a los paradigmas de corte neoliberal. El Estado no puede atentar contra la libertad de mercado y detener el progreso de una actividad creadora de riqueza porque no es su función y porque no tiene por qué conocer en detalle las particularidades de cada sector. Y, hasta cierto punto, es cierto.

¿Cuál es entonces la solución si los Estados tienen que guardar un delicado equilibrio entre su papel regulador y su papel garante de la libertad de mercado? ¿Cuál es la solución si periódicamente los mercados, influidos por la parte materialista de la naturaleza humana caen en trampas como las que hemos descrito? ¿Cuál es la solución si el Estado no puede excederse en su celo regulador porque caeríamos en el peligro de irnos al extremo opuesto e influir negativamente en la libertad de los individuos y de los agentes económicos?

La solución, creo que ya lo habrán adivinado ustedes, es la asunción de su papel como transformador de la sociedad que deben ejercer los diversos actores económicos y sociales empezando por los propios consumidores y acabando por la aceptación consciente por parte de las empresas de la necesidad de transformarse en Empresas 3.0 o de base ética incorporando una serie de principios y mecanismos de autoregulación que “sitúan al regulador dentro de casa” y relativizan e incluso ponen en valor el papel regulador que debe ejercer el Estado.

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