No es cierto que
el fatalismo histórico determine el éxito o el fracaso de las compañías porque
cuando uno lee artículos sobre compañías de éxito, o libros que nos hablan de
las “mejores prácticas”, o cualquier tipo de declaración o información sobre
empresas exitosas, prácticamente nunca es el fatalismo, el destino, la
casualidad o la suerte lo que ha sido la causa del éxito, casi siempre en esas
publicaciones nos hablan de líderes clarividentes y esforzados, equipos
cohesionados, espíritus innovadores, estrategias milagrosas y toda una retahíla
de expresiones que prefiero no reproducir aquí para no aburrirles en exceso.
Casi nunca en esos
análisis de compañías de éxito se hace mención al factor suerte aunque debo
suponer que, como en toda organización humana, en más de un caso ese aspecto
también habrá tenido su parte de protagonismo en el éxito. Pero no se
preocupen, no seré heterodoxo. Debo reconocer que es cierto que suelen tener
más suerte aquellos que trabajan mucho y con la orientación adecuada, pero ello
no quiere decir que les vaya siempre bien.
Hecha esta
corrección puedo volver al discurso que intentaba trenzar unos párrafos más
arriba y afirmar que el tipo de conclusiones equivocadas a las que podemos
llegar cuando se analizan fenómenos aparentemente exógenos a la vida de las
organizaciones empresariales es que dichos fenómenos, contra los que
difícilmente se puede luchar, son los que tienen un impacto definitivo en las
cosas negativas que les ocurre a las empresas y son los que coadyuvan de manera
fundamental al fracaso de las mismas. Vamos, que el fatalismo histórico del que
hablábamos no influye en el éxito pero si en el fracaso de las organizaciones
más diversas.
Ya se sabe y es algo
que está profundamente enraizado en la cultura popular y, si me apuran, en la
condición humana: cuando las cosas van bien es porque somos buenos,
inteligentes, excepcionales, trabajadores o cualquier otro adjetivo que
deseemos utilizar, cuando las cosas van mal, es porque el entorno está muy
complicado, porque alguien nos está impidiendo solucionar los problemas, porque
alguien no hace bien su trabajo o por cualquier otro motivo siempre que este no
empiece con la palabra “yo”.
Cuando hablamos
con empresarios o directivos a los que las cosas les están yendo mal y
charlamos sobre qué está ocurriendo y su porqué, en un elevadísimo porcentaje
de casos se mencionan tópicos sobre el impacto de la crisis, la dificultad del
Mercado, la rigidez de esta o aquella legislación, la actuación casi desleal de
tal o cual competidor, la dificultad de batallar contra las empresas que surgen
en los países emergentes, la imposibilidad de contar con recursos adecuados o
cualquier otro de los muchos tópicos que se suelen aplicar en estos casos.
No seré yo el que
quite importancia a esas y otras muchas afirmaciones que vierten los
empresarios en dificultades. No seré yo el que minimice el peso que una
multitud de factores exógenos puede tener en los posibles problemas que de forma
continua tiene que afrontar una compañía, pero sí quiero ser yo quien afirme
que las causas profundas de los fracasos de las empresas no se encuentran nunca
en aspectos exógenos a la misma sino, todo lo contrario, se encuentran en su
interior.
Muchas de las
empresas que se mencionaban en el clásico del management “En Busca de la
Excelencia” de Tom Peters y Robert Waterman, y que eran consideradas las
compañías mejor gestionadas de los Estados Unidos a principios de la década de
los ochenta del siglo pasado, han pasado a mejor vida. Otras han sido
absorbidas por empresas más dinámicas y solo unas pocas, han conseguido
reinventarse y sobrevivir hasta nuestros días. Muchos de esos gigantes
modélicos en su día han tenido que claudicar ante la evolución imparable de la
sociedad y del mercado. ¿Es por tanto la culpa de su fracaso del ladino mercado
que ha decidido no quedarse quieto y mutar en la percepción de la vida y de las
cosas? ¿Es acaso culpable la sociedad que ha modificado sus gustos y su comportamiento?
¿O tal vez la responsabilidad la podamos encontrar en esos insaciables
científicos, siempre prestos a descubrir una nueva tecnología o a impulsar un
nuevo avance que acaba modificando el statu quo?
No. Permítanme que me
posicione: el fatalismo histórico solo existe hasta cierto punto y una empresa
que no ha sabido adaptarse a los cambios del entorno, que no ha podido innovar
y reinventarse, es porque es una empresa que estaba enferma y solo esa
enfermedad le ha conducido a su fracaso. Los condicionantes externos tan solo
pueden jugar como un catalizador o acelerador de los problemas pero no suelen
ser nunca la