La definición aceptada de avaricia es
el “afán desordenado de poseer y adquirir
riquezas para atesorarlas”. Probablemente nos encontramos aquí con el
pecado capital empresarial por excelencia. Podríamos definirlo de la siguiente
forma, “afán desordenado de maximizar el
beneficio y de maximizar el valor para el accionista con independencia de
cualquier otra consideración”. Por
eso diferenciamos la gula, pecado que se relaciona con el afán desordenado de
crecimiento, de la avaricia, mucho más relacionada con la búsqueda patológica
del beneficio.
La avaricia empresarial es, desde
muchos puntos de vista, contraria al concepto de empresa basada en valores o
Empresa 3.0. En primer lugar porque esta es una comunidad humana de intereses
mientras que en la empresa afectada de “avaricia empresarial” la comunidad
desaparece diluida en el predominio del interés de los accionistas o de los
principales directivos. En segundo lugar porque la empresa basada en valores no
aspira a maximizar los beneficios sino que aspira a obtener beneficios
suficientes para seguir con su desarrollo y para procurar una compensación
lícita y equilibrada de capital, trabajo y talento. Dicho de otro modo, la
Empresa 3.0 aspira a optimizar beneficios en el medio plazo, no a maximizarlos
en el corto. Por último y, en tercer
lugar, la empresa basada en valores solo trabaja en ámbitos de la economía real
no acercándose nunca a operaciones especulativas lo cual, en la empresa
afectada por la avaricia, como veremos a continuación, es un riesgo más que
probable.
La práctica de la avaricia empresarial
tiene profundas repercusiones en la cultura de la compañía. La empresa
avariciosa suele despreciar el riesgo dado que, al buscar la maximización de
beneficios a corto plazo, tiene la continua tentación de entrar en operaciones
alejadas del objetivo real de la compañía e incluso en el terreno de la
especulación que no aporta valor. Para
ello no dudará en incurrir en mayores riesgos de los necesarios porque, para
maximizar el beneficio a corto, es lógico que también incurra en mayores
riesgos de los que tendría si pretendiera optimizarlo a medio plazo. Esa cultura
del mayor riesgo sin medir sus consecuencias para los stakeholders de forma
sensata, puede filtrarse en la organización y convertir a esta en una empresa
“kamikaze” cuyos excepcionales beneficios se consiguen porque está expuesta de
forma constante a graves riesgos de gestión que pueden poner en peligro el
equilibrio de la comunidad de intereses e incluso la supervivencia a largo
plazo de la compañía.
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