Leía hace poco una afirmacion de Lluís
Foix en La Vanguardia diciendo que, por desgracia y salvo raras
excepciones, los políticos que perduran en el poder son aquellos que
gobiernan pensando en el próximo ciclo electoral mientras que
aquellos que lo hacen pensando en las próximas generaciones suelen
ser desalojados con bastante rapidez de sus posiciones de dominio por
parte del electorado.
Esa lectura me hizo pensar en la
naturaleza de la evolución de la democracia en los países de
nuestro entorno, en la manera de hacer de la llamada clase polítca y
en el papel del ciudadano, no solo como tal sino también como
elector. Yo también afirmo, como hace Foix, que la inmensa mayoría
de políticos gobierna pensando en como ser reelegidos. Ese tipo de
político, llamémoslo el político profesional, es además
perfectamente capaz de lanzar de forma consciente cualquier tipo de
mensaje manipulador que pueda satisfacer a su parroquia habitual o
atraer a parte de la parroquia de la competencia.
De esa forma la democracia se ha
convertido en campo abonado para el marketing y son las estrategias
de esta disciplina propia del mundo empresarial las que dominan el
devenir de lo público transformando al ciudadano en un consumidor
con fobias o filias hacia determinadas marcas políticas. Fobias y
filias que casi nunca están vinculadas con una ideología profunda
basada en una reflexión madura, bien formada y bien informada, sino
simplemente con un papel seguidista de los principales mensajes de
marketing político que se disputan el mercado.
Asistimos continuamente, además, a
vergonzosas manipulaciones o intentos de manipulación del ciudadano
por parte de los poderes públicos más dispares en la mayoría de
paises de cierta tradición democrática. A título de ejemplo hemos
asistido recientemente en España a la lucha mediática entre dos
partidos políticos que pretendían capitalizar la eventual llegada
de un macroproyecto empresarial -de indudable importancia a corto
pero de una más que discutible idoneidad a largo plazo- y su posible
instalación en sus respectivas zonas geográficas de influencia. Me
parece de mal gusto el observar como se ha jugado con el ciudadano,
como se han estudiado los tempos por parte de ambas formaciones
políticas. Me parece un insulto a la inteligencia el ver como
mientras una administración filtraba a los medios la decisión,
favorable a sus intereses, de un determinado grupo empresarial,
restregándola fínamente ante el rival, la otra contrarestaba con el
anuncio oficial inesperado de una inversión de carácter similar por
parte de otro entramado empresarial. Vamos, una especie de juego
barriobajero en la que una parte rivaliza con la otra para ver “quien
la tiene más larga”. Ese tipo de político actual que es
predominante es al que yo llamo sin titubeos el “politicastro”.
El que, independientemente de que tenga o no buenas intenciones, es
capaz de manipular a la opinión pública y de intentar sin pudor
crear estados de opinión basándose en la falta de información de
la ciudadanía.
Pero ese politicastro solo puede
pervivir en sistemas en los que el ciudadano ha abdicado de su papel
de soberano democrático y se ha vuelto conformista, solo preocupado
por el bienestar material. Un ciudadano no demasiado preocupado por
tener una educación humanista sólida y universal. Que se procura
solo aquella información que avala sus filias y rechaza aquella que
molesta a su consumismo político. Vamos, el ciudadano que, como
aquel buen seguidor de un determinado club de futbol, tan solo lee la
prensa afin al equipo de sus amores olvidando otras realidades y
otras opiniones. Ese ciudadano al que yo, muy a mi pesar, califico
como “ciudadanillo”.
El politicastro y el ciudadanillo se
necesitan y se alimentan mutuamente. El primero porque necesita del
segundo para su pervivencia y, para ello hace todo lo que está en su
mano: manipula, desinforma, formula y defiende sistemas educativos
sesgados y no suficientemente humanistas que permiten que su sistema
partitocrático perdure. El segundo porque conviene a su felicidad
infantil dejarlo todo en manos del primero y continuar siguiendo con
sus filias y sus fobias. Porque, como dice un buen amigo mío, el
ciudadanillo se comporta a veces como un niño que prefiere seguir
dependiendo de los demás en lugar de arriesgarse y tomar las riendas
de su destino. Nuestro actual sistema social está diseñado para
crear ciudadanillos: dependiendo de la familia hasta muy tarde una
vez se acaban los estudios o se puede ingresar al cada vez más
difícil mundo laboral, abandonando la vida profesional muchas veces
de forma prematura debido a un inesperado ERE o a una jubilación
temprana y pasando a depender, en muchas ocasiones sin desearlo, de
los diferentes sistemas de ayudas públicas.
Tan solo una educación sólida puede
acabar con esta tendencia. Empezando desde la familia y siguiendo por
una escuela verdaderamente plural. Me temo, por desgracia, que pueden
pasar diversas generaciones hasta que eso sea una realidad.
Añoro a los políticos con mayúsculas
pero añoro mucho más a los ciudadanos, también con mayúsculas,
que son los únicos que pueden revertir la situación. ¿Para cuándo
manifestaciones multitudinarias que busquen un profundo cambio
constitucional? ¿Para cuándo manifestaciones que lleven como lema
la modificación de la ley electoral y de la ley de partidos abriendo
estos a un formato verdaderamente democrático y alejándolos de las
élites anquilosadas y endogámicas en que se han convertido?
Tal vez me sienta hoy un tanto
pesimista pero me da la impresión de que tenemos para mucho, mucho
tiempo de politicastros y ciudadanillos.