Blanca es mi nieta.
Tiene poco más de un año y es un encanto. Ya camina, sonríe sin parar y entre
grita y balbucea intentando hablar y comunicarse así con sus mayores. Su rostro
es increíblemente expresivo y es capaz de transmitir multitud de emociones:
alegría, complicidad, deseo, sorpresa, picardía, cariño, tristeza,…
Ese pequeño diablillo
alegra la vida de todos los que estamos a su alrededor. Cuando llega a casa
desaparece cualquier atisbo de malhumor o de tensión, los problemas se
desvanecen y se aplazan hasta que su ausencia nos devuelve de nuevo a la
normalidad. Dicen que el ser humano nace con la alegría de la vida
profundamente implantada en su ser y confiando en los demás de forma natural.
Dicen que tan solo el paso de los años nos transforma en los seres adultos que
somos, supuestamente inteligentes, con multitud de normas de etiqueta y de
conducta, habitantes de una sociedad que, por el afán de ser competitiva,
sagrada palabra que envuelve a todo tipo de actividad humana, sea o no
económica, nos vuelve individualistas y desconfiados.
Tan individualistas
y desconfiados que necesitamos de un sinfín de reglas, mecanismos, estructuras
y sanciones para que no nos devoremos los unos a los otros. Mecanismos,
estructuras y sanciones que consiguen lo contrario de lo que se pretendía y que
acaban por alimentar a una sociedad anquilosada, egoísta y temerosa, ya no solo
de sus congéneres sino también de las numerosas normas que se ha dado a si
misma y que son casi imposibles de cumplir en su totalidad tal es la ingente
carga normativa que nos abruma.
“Homo homini
lupus”. El filósofo británico Hobbes, hacía suya esa conocida frase latina en
su “Leviatán”: “el hombre es un lobo para el hombre” y defendía que el egoísmo
es un elemento básico definidor del comportamiento humano que provoca que el
hombre se dote de una serie de convenciones sociales para suavizar y corregir
tal comportamiento facilitando de esa forma la convivencia.
Pero Blanca no
conoce a Hobbes ni sabe que el hombre es un lobo para el hombre y sonríe
confiada y alegre a todo aquél que se le ponga por delante. Es tal su inocencia
que sería capaz de ponerse a jugar con el peor de los mortales quien, a su vez,
probablemente fuera también muchos años ha un bebé inocente y un niño alegre y
confiado.
Hay que cuidar de
Blanca, y hay que educarla, aunque hacerlo a veces signifique acelerar sus
pasos hacia la desconfianza para con el género humano. Pero hay algo que
todavía inspira mi esperanza. Tal vez algo pueda cambiar en el futuro. Tal vez
no sea imprescindible educar en una cierta desconfianza o como mínimo en una
cultura de la prevención para sobrevivir. Blanca es una perfecta muestra de
nuestra recién estrenada sociedad digital. Se desenvuelve con la soltura torpe de
una niña de un año con todo tipo de trastos con pantalla táctil y sus deditos
se afanan en pasar de una imagen a otra deslizándose nerviosos sobre el cristal
en la esperanza de ver como nuevas imágenes van apareciendo y regalando sus
sentidos.
Tal vez, solo tal
vez, los deditos de Blanca y de todos los bebés que forman su recién llegada
generación, acostumbrados desde pequeños a pasar con facilidad digital imágenes
y páginas, sean capaces de pasar la perenne página del egoísmo humano, de la
falta de confianza en nuestros congéneres y de su consecuencia, las sociedades
excesivamente reglamentadas y ajenas a la búsqueda de la felicidad. Tal vez,
solo tal vez, esos bebés de hoy conserven a lo largo de su crecimiento esa
inocencia inteligente que haga posible el cambio profundo en las relaciones
humanas.
Tal vez, solo tal
vez. Yo siento que ya no puedo. Es tarde, estoy demasiado contaminado. Lo sigo
intentando pero no se muy bien en quien confiar. Tal vez no confíe ni en mí
mismo. Pero tú Blanca, tal vez estés a tiempo. Pasad página con vuestros
deditos. Conseguid un mundo mejor. Nosotros no supimos. Si lo intentáis, tal
vez, solo tal vez, el hombre deje de ser un lobo para el hombre.
Suerte.