No quiero vivir en un mundo así. Ayer me desperté con la noticia de que habían puesto un nuevo radar. No podía creérmelo. Esta vez a tan solo 200 metros de mi casa, en un lugar insólito, una calle que da a un camino forestal. Casualmente el radar esta orientado hacia la ligera bajada que hace la calle con una velocidad máxima permitida en la zona de 30 km / hora. Es muy difícil llevar una velocidad inapropiada en ese lugar. La calle no es muy amplia y se puede aparcar en ella, además, antes de llegar al radar hay unas bandas rugosas. Se puede pasar por esa zona a 40 o 50 km por hora, como máximo pero difícilmente a mayor velocidad. En 20 años que llevo viviendo en el barrio, no ha habido un solo accidente y, desde luego, no lo ha habido jamás en el lugar en el que se ha instalado el radar salvo una vez hace años en que una motocicleta atropelló a un gato.
En cualquier caso, vivimos una evolución imparable. Hace un tiempo, algún probo funcionario, provisto de no se sabe qué informes técnicos, dictaminó que, para mayor seguridad de la ciudadanía, en esa calle debían fijar una velocidad máxima de 30 km / h. Tiempo después y, aprovechando las posibilidades que ofrece la tecnología, algún político municipal, supuestamente investido por la delegación del ciudadano a través del voto, ha decidido que el tráfico en esa zona incorpora tantos riesgos para los vecinos que había que instalar un radar de velocidad. Estamos ante una decisión difícilmente apelable e indirectamente democrática. ¡Cómo vamos a cuestionarla!
O, ¿será el motivo real de la instalación del radar otro muy distinto?