Hace tan sólo unas semanas asistí en mi ciudad natal, Badalona, a un
concierto interpretado por una coral de algo más de un centenar de personas
mayores acompañadas por algunos músicos aficionados y dirigidas por profesores
de música voluntarios. El concierto se celebró en una parroquia de la localidad
y fue un verdadero éxito. Habría en la parroquia más de cuatrocientas espectadores
que, sumadas al centenar largo entre cantantes y músicos, sumaban más de
quinientas almas disfrutando de casi dos horas de música entre aquellas
antiguas paredes.
Asistí acompañado de mi esposa, de mi padre, de mi hermano y de su
mujer, de una de mis primas, de algunos de mis sobrinos,. Vamos: una amplia
representación de mi familia que acudimos en masa a escuchar a la coral en la
que cantaba mi madre, una de las muchas entusiastas cantantes amateurs que
componían el grupo. Allí coincidí
también aquella noche con algunos amigos de la infancia, personas que no veía
desde hacía mucho tiempo y con otros conocidos.
Debo reconocer que me sorprendió la calidad del concierto, con algunas
piezas de ópera, de zarzuela española y de canción popular. Muchas, piezas
conocidas desde que era niño, y que me trasladaban flotando a otros lugares a
otros tiempos. Fue una velada entrañable y mágica para todos los allí
presentes, familiares, amigos, vecinos y, sobre todo para los músicos y para
los esforzados cantantes, que habian dedicado muchísimas horas de su tiempo a
ensayar para hacer posible aquel gran momento de felicidad para más de
quinientas almas reunidas en una antigua iglesia.
Yo me sentía feliz, y la felicidad que me proporcionó aquel concierto
me acompañó durante días. Y, me consta que no fuí el único que se había sentido
feliz. Me atrevería a decir que las más de quinientas personas que compartimos
aquellas horas salimos de la iglesia
aquella noche henchidas de gozo, habiendo compartido cultura en forma de música
popular, sintiéndonos mejores personas y sintiéndonos parte de una comunidad.
Los cantantes porque daban rienda suelta a su aficción delante de sus vecinos
y amigos, los músicos porque colaboraban en hacer posible aquella velada y el
público porque los arropábamos a todos ellos y porque disfrutábamos con su arte.
Pero mi mente de economista iconoclasta no descansaba ni en esos
momentos de felicidad y, uno de los canales libres de mi cerebro se encargó de
recordarme que el acto al que asistía no
computaba para el producto interior bruto (PIB) de mi país y, por lo tanto,
desde el paradigma clásico de la economía, no estaba añadiendo nada a la
riqueza nacional. Claro, era un concierto gratuito, nadie pagaba entrada, luego
no había consumo. Los cantantes y músicos eran aficionados y por tanto no
cobraban por su actuación, no percibían
ingresos, y la parroquia había cedido la
utilización de la iglesia gratuitamente, luego tampoco había consumo en
términos de alquileres.
De manera simplificada, para que el producto interior bruto de un país
se vea afectado en positivo, tiene que incfrementarse o el consumo, o la
inversión, o el gasto público, o mostrar un mejor comportamiento las exportaciones
que las importanciones. Nada de aquello
había ocurrido durante el concierto de la coral y, sin embargo, la felicidad
que me produjo aquel acto fue seguramente mucho mayor y duradera que el placer
que me pudiera haber producido el comprarme un nuevo smartphone o el acudir a
cenar a un restaurante de lujo. Tal vez eso ocurra porque confundir felicidad
con placer es un error de dimensiones incalculables e intrínsecamente ligado al
consumismo. Sin embargo, si me hubiera
comprado un nuevo smartphone o hubiera acudido a cenar a un restaurante, con
independencia del lujo del mismo, eso sí hubiera afectado en positivo al
producto interior bruto.
¿Podemos valorar en dinero la felicidad directa que produjo aquel concierto
de voluntarios entre las quinientas almas que se juntaron en aquella iglesia?
¿Podemos medir en dinero la felicidad que esas quinientas personas
transmitieron durante días a sus seres queridos al sentirse ellos a su vez
felices?
Es bueno medir el PIB pero lógicamente eso no quiere decir que debamos
santificarlo como la medida por antonomasia de los objetivos que debe asumir una
sociedad. Los economistas necesitamos
desesperadamente entender que la economía debe estar al servicio de la
felicidad de las comunidades, respetando
las diferencias de valor en las aportaciones de sus miembros. Necesitamos
defender que lo que está en juego es la felicidad de las gentes y no que
tengamos más o menos cosas, muchas de ellas cosas que no necesitamos y que
nunca llegamos a disfrutar.
Tal vez si hubiéramos sabido medir la felicidad, el termometro de
felicidad de aquel maravilloso concierto, hecho por aficionados y por
voluntarios, se hubiera disparado hasta niveles insospechados. Tal vez si
supiéramos medir la felicidad y prestáramos importancia a esas medidas, las
decisiones de los consumidores, de los individuos en general, de las empresas y
de los gobiernos, serían distintas y habrían cosas que ocurren hoy que no
pasarían nunca.
Tal vez, sólo tal vez, algún día eso será posible.