Entre los múltiples
problemas que aquejan a nuestra sociedad actual, uno destacado es el
de la escasa fiabilidad de la palabra dada. Lejos quedan las épocas,
si es que alguna vez existieron, en que el honor y la palabra dada
tenían un valor incuestionable y en que poca gente desconfiaba de
afirmaciones o promesas manifestadas por parte de ciertas capas de la
sociedad de supuesta honorabilidad y solvencia moral.
Es tal la degradación
moral de nuestro mundo, tan poca la confianza que nos merecen
nuestros congéneres -logicamente con excepciones- que la palabra
pronunciada por demasiada gente es interpretada como un mero
ejercicio de marketing, como un deseo de quien la enuncia de vender
algo o a alguien o de conseguir una reacción determinada por parte
del que la escucha. La palabra ha dejado de representar valores o
posiciones morales y se ha transformado en un arma ofensiva, para
aquél que quiere conseguir algo a través de ella, o defensiva, para
quién pretende impedir que algo supuestamente negativo le pase a esa
persona o a los de su círculo.
¿Quién de ustedes no ha
pensado en infinidad de ocasiones en una conversación de cualquier
tipo con cualquier persona cosas como: “a ver qué gol me quiere
meter este” o, en otro tipo de situaciones, “este solo pretende
cubrirse el culo”?
Esa sensación de la
pérdida de valor, de la futilidad de la palabra, alcanza su
paroxismo cuando analizamos el uso de la misma por parte de la clase
política. Nuestros representantes, personas que deberían dar ejemplo. No se si quieren que les aburra con ejemplos porque les
aseguro que darían para un libro entero pero solo respóndanse a un
par de preguntas: cuándo un político afirma que hará o dejará de
hacer algo, ¿le creen ustedes o arrugan la nariz?. Cuando llega a
sus manos un programa electoral y se molestan ustedes en leerlo,
¿sonríen con sorna o, dado que son afirmaciones estudiadas por
parte de un grupo político serio, tienen tendencia a darle
credibilidad?
Y, si nos ponemos a
hablar del uso de la palabra de una forma más detallada, el tema
daría probablemente para un segundo libro. ¿O acaso no les vienen a
la cabeza los múltiples eufemismos utilizados por los políticos y
por muchas otras personas públicas para evitar llamar a las cosas
por su nombre? Hoy en día a una situación de quiebra se la llama
“desequilibrio financiero”, a un delito se le define como
“irregularidad”, a un despido masivo como “ajuste de
estructura” o también como “proceso de optimización de
recursos”, etc., etc. No sigo porque les aseguro que me animo y
empezaría a elaborar una larga lista.
Si seguimos con la falta
de credibilidad de la palabra de los políticos, estamos ante uno de
los problemas fundamentales de nuestra democracia. La palabra del
político, expresada en un programa electoral y luego matizada en
declaraciones públicas o privadas, es algo extremadamente serio, es
un contrato social entre el ciudadano, quien ejerce su voto en base a
dicho contrato, y aquellos que lo representan y que, no lo olviden,
solo se deben al primero. Cuando la poca solvencia, calidad y
realismo de los programas electorales lleva al incumplimiento
sistemático de los mismos, no nos encontramos ante una broma de mal
gusto ni ante una trivialidad, nos encontramos ante una burla en toda
regla al sistema democrático y a los ciudadanos. Existe una conocida
frase que dice que gobernar es el arte de decir “no” y puedo
entenderla siempre y cuando se salvaguarden los elementos
fundamentales del contrato con los ciudadanos. No se puede utilizar
esa frase para defender lo indefendible o para justificar lo
injustificable.
Existe una magnífica
expresión en inglés que siempre me ha gustado de una forma muy
especial. Se trata de la expresión “Walk the Talk” que,
traducida de una manera un tanto pedrestre podría transformarse en
“camina aquello que dices” o de una forma más refinada y
explícita “transforma en hechos lo que sueles defender con
palabras”. Podríamos decir que lo contrario al “Walk the Talk” es una conducta hipócrita.
Por regla general
-insisto en que siempre encontraremos excepciones-, nuestros
políticos no practican el “Walk the Talk”. Si lo practicaran se
pensarían mucho más detenidamente qué promesas lanzan en sus
programas electorales y que afirmaciones van soltando a diestro y
siniestro.
Si nuestra política
estuviera basada en el “Walk the Talk” ya hace mucho que
hubiéramos sustituido un sistema electoral escasamente
representativo con diferencias excesivas en lo que cuesta, en términos de votos, la
adquisición de un escaño en cada circunscripción y con listas
cerradas que limitan el acceso de los mejores ciudadanos a la
política.
Si los ciudadanos
exigiéramos el “Walk the Talk” no estariamos como estamos hoy
porque tendríamos un sistema más propocional que el actual, con
listas abiertas en lugar de cerradas (lo que equivale a opacas para
el ciudadano en cuanto a los criterios de selección de los que
ocupan una lista). Si los políticos practicaran el “Walk the Talk”
con listas abiertas, estarían obligados a dar cuentas, cada año o
dos años, a los ciudadanos que les han elegido para cada uno de los
puntos fundamentales del programa que les aupó al poder. Deberían
presentar un informe con indicadores y datos que avalen los avances
en el contrato social o las dificultades en su cumplimiento
explicando en detalle como se van a solventar. Y todo ello siempre
con una premisa, la estabilidad financiera de lo público a medio
plazo. El déficit puede existir como algo transitorio pero no como
algo estructural. Y desde luego, si el político no está cumpliendo
con su programa o no hay razones de peso para ello, habrá que
prescindir de su figura sin esperar a las próximas elecciones.
Imagínense el cuidado
que pondría la clase política antes de hablar, antes de escribir
promesas y planteamientos sin un análisis detallado. Imagínense la
diferente calidad de los programas políticos ya desde el inicio, si
exigiéramos el “Walk the Talk” y, para ello, para construir
mensajes más sólidos y sostenibles y, dado que estaríamos en un
sistema de listas abiertas, los partidos deberían atraer a los
“mejores” de verdad a gente capaz y moralmente irreprochable.
Seguramente habría que pagar algo más a esa nueva clase política
pero díganme, ¿qué prefieren 1.000 políticos que no cobren
demasiado y que arruinen a nuestra sociedad o 200 políticos que
cobren tres veces más que los anteriores pero que sean moral y
técnicamente solventes, que rindan cuentas con mayor periodicidad
ante la ciudadanía y no tan solo cuando toca ir a votar y que
planteen y ejecuten políticas sostenibles?
Ya saben, los políticos
tienen el deber de “Walk the Talk” y, si no lo hacen, los
ciudadanos tenemos el derecho a exigirlo. Una nueva clase política
tan solo será posible cuando los ciudadanos se den cuenta de su gran
responsabilidad y actúen desde la sociedad, no solo desde las urnas,
para generar un cambio.